Más corazón, menos perfección

¿Alguna vez han llorado en algún concierto? 

Yo sí, en varios ya. Recuerdo que el primero fue el de Björk, hace como 2 vidas, y cantó por tal vez hora y media. Cuando volví a ver a quienes iban conmigo, todos estábamos estupefactos y con lágrimas en los ojos. Además de que era una heroína para todos, y era un golazo verla en Costa Rica, la calidad fue sencillamente espectacular. Todo debidamente en su lugar, un espectáculo que no podía estar improvisado y que estaba pensado para entregar lo mejor de la música y el performance que ni siquiera podíamos imaginar.

De ahí, recuerdo otros hace poco: la orquesta de la Ópera del MET en Nueva York, Jorge Drexler, Rubén Blades. En todos lloré, no podía creer la atmósfera que creaban en el escenario. El sonido de la MET era soñado, todo sonaba a armónicos, totalmente transparente, como si existieran en otro plano, sencillamente celestial. Drexler puede poner a todo un teatro de 1500 personas a hacer silencio y escucharlo tocar totalmente acústico, y Rubén puede cantar 3 horas a sus 75 años, ¡inspiración total!

Creo que la palabra que encierra a todas estas experiencias es MÍSTICA: tener la capacidad de entregar totalmente al público su trabajo desde un estado tan auténtico y desprendido del ego, que es capaz de conectar a un mar de gente por medio de un hilo invisible de vibraciones. Euforia traducida en saltos, cantadas desafinadas a gritos, lágrimas, baile…

Ahora viene la siguiente pregunta, ¿alguna vez, alguien de su público, ha llorado en alguno de los conciertos que ustedes han dado?

Me ha pasado un par de veces, y no entendía nada. Se me han acercado personas a agradecerme porque han sentido algo, porque les movió alguna membrana profunda en su ser, porque se entregaron al momento. La primera vez que me pasó quedé fría, ¿por qué lloró esa persona? ¿yo hice eso? ¿Yo soy capaz de eso? ¿mi música, lo que hago con mis manos, puede cambiar algo en alguien?

Cada vez que tocamos pueden suceder dos cosas: tocamos enfocados en lo externo, en la percepción de los demás, o tocamos en total conexión con nosotros mismos. La mayoría del tiempo—y esto viene desde la práctica— estamos preocupados por lo externo: qué dirán los demás, si suena afinado, si está lo suficientemente perfecto, si me veo bien en el escenario, cuánta gente viene a verme, qué dirán del tempo que escogí, cómo puedo defenderme de mis errores… Creo que es totalmente natural, hemos sido educados para apuntar al perfeccionismo. Además, somos artistas, somos un personaje más sobre el escenario que cuenta una historia, ¿pero cuál historia? La del estudiante disciplinado que escoge tocar cierto repertorio para exponer su virtuosismo y elevar la percepción que tienen los demás de mí. Perdón, pero esto lo veo todo el día todos los días… en mí misma también. No por nada siempre detesté (sí, no existe un sustantivo más amable para esto) la formación de conservatorio porque era demasiado egocéntrica y competitiva. 

A mí me encanta hacer preguntas, así que aquí va la tercera:

¿Les pasa que van a un concierto y pasan analizando cada acorde, entrada, afinación, ensamble, ritmo, sonido, volumen?

¡Cómo cuesta dejar de ser tan analíticos y críticos! Me sorprende la capacidad de crítica que tenemos los músicos. Siempre me ha incomodado un poco, sobre todo porque no hay momento en que soltemos esta crítica. ¿Han pensado en la opción de sentarse solamente a disfrutar la música, sin estresarse porque alguien desafinó, o porque algún acorde no sonó junto, o nada más no analizar cada pequeño detalle de lo que está pasando en el escenario? Una dosis de crítica y autocrítica me parecen saludables; sin embargo, creo que mucho ganaríamos si podemos simplemente disfrutar y “ser” cuando somos público.

No hay receta para crear esta mística. Creo que viene desde lo más profundo de cada uno, desde el lugar de donde creamos música: ¿desde el ego? ¿desde la capacidad de compartir? ¿desde el agradecimiento? ¿desde la competencia?

Aquí quiero decir algo en lo que no voy a ahondar mucho, pero podría abordarlo en otra entrada: deberíamos aprender la música con todo el cuerpo, no solo con los oídos. La música se ha hecho para sentir, para bailar (bailen Bach!!), para cantar, meditar—¡para disfrutar, pues! Creo que cuando somos capaces de dejar de lado esta pesquiza detectivesca, podemos conectar, en serio CONECTAR con la energía de lo que hacemos. Sí, yo sé que ando muy pachamámica, pero es que esto tiene tanta relevancia como estudiar escalas y técnica: la capacidad de expresar nuestra alma, desde adentro, con una intención pura y genuina, es lo que hace que nos emocionemos (gritos, saltos, lágrimas, bailes, aplausos) con la música. Esto es lo que hace que nuestro público se emocione. Sé que alguna vez alguien ha llegado con el corazón en la mano a comentarles cómo un concierto les ha reparado (o quebrado) el alma, cómo les tocó las fibras más recónditas de su ser. Pues más corazón, menos perfección.

No hay receta para crear esta mística. Creo que viene desde lo más profundo de cada uno, desde el lugar de donde creamos música: ¿desde el ego? ¿desde la capacidad de compartir? ¿desde el agradecimiento? ¿desde la competencia?

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